martes, 29 de agosto de 2017

El mar y yo

Ansío sentarme una noche frente al mar. Enfrentarme a su oscuridad, no mayor que la mía, y gritarle que aquí estoy, que no tengo miedo a que me muestre toda su fuerza y su poder. A pesar de estar a oscuras es cuando me resulta más vistoso y con mayor esplendor. De su oscuridad emergen multitud de ideas y de pensamientos. Ideas buenas, ideas que no lo son tanto. Jamás ideas malas pues no creo en su existencia. Su finalidad puede resultar mala o inadecuada; puede que sea su desarrollo el que sea malo o poco trabajado. La idea, la idea nunca es mala.
Ante la fría soledad del oscuro mar, siento que las ideas me invaden. Las noto pasar rozando mis sienes como balas que el mar me dispara y, al contrario que en las películas de acción que entretienen nuestras cansadas mentes, muero en deseos de que éstas me den de lleno. Disfruto enormemente esos momentos en que mi mente se abre tanto que me resulta imposible asimilarlas todas (seguro que Jose Antonio Rodriguez Llorente me entiende perfectamente). Sentir cómo la idea penetra en mí y recorre cada neurona de mi hambriento cerebro, sentir cómo se introduce en lo más hondo de mi interior y me obliga a coger un bolígrafo. En ocasiones no quiero escribir, estoy cansado o entretenido en cualquier otra tarea, pero me veo obligado a escribir. Me veo convertido en una cómica marioneta cuya única utilidad es la de permitir que una idea pueda mostrarse al mundo tal y como es. Unas veces son un par de frases, tal vez unos pocos párrafos, pero muchas veces la idea viene con ganas y se explaya como un discurso del fallecido Fidel Castro.
Ansío sentarme una noche frente al mar. Porque estoy preparado. Listo para batirme en duelo con él. Y vencerle.

Idea

Piernas. Zapatos. Manos delicadas. Manos sucias. Relojes caros. Muñecas con pelo. Perros estruendosos. Niños chillones. Cigarros. Colillas. Je, je, un porro... Lo que habitualmente pasaba ante sus ojos mientras su trasero descansaba en aquel banco había cambiado.
No miraba a las personas, jamás perdía el tiempo en mirar aquello que no le importaba. Su padre le abandonó y su madre se abandonaba cada noche en los brazos de cualquier desconocido. Antes no era así, pero desde que su padre se había largado una mañana, sin motivos ni explicaciones, su madre había cambiado las revistas de cotilleos por las botellas de vodka y las sesiones de masaje por las drogas y el sexo. No tenía hermanos y, si él no le importaba a su única familia, el resto de personas tan sólo eran cuerpos que iban y venían, sin importarle ni su procedencia ni su destino. En el colegio, desde que su padre se fue, nunca más volvió a hablar con nadie ni a relacionarse con nadie, más allá de lo meramente académico. En clase dejaba pasar las horas y en el recreo los minutos. Su paso al instituto fue más llevadero. Ni siquiera tenía que pasar por clase, la mitad de los alumnos no lo hacían y a ningún profesor parecía importarle.
Cuando llegó la primavera, el sol hacía que la gente se echara a las calles como lagartijas en busca de sol. Las terrazas se llenaban de vida y de los portales brotaban manadas de adolescentes que chocaban entre sí por ir mirando al móvil. Como las aglomeraciones de gente le resultaban insoportables, comenzó a pasar sus horas de clase por los parques y descampados más alejados de la ciudad. Al sur de la misma había una larga extensión de prados y pequeños bosques que le permitían encontrar toda clase de escondites donde no ver a nadie, ni ser visto. En una pequeña ladera, completamente llena de espinos y toda clase de malas hierbas, sus muchas horas libres le habían llevado a descubrir un sendero oculto que, tras mucho esfuerzo y un sinfín de arañazos en brazos y piernas, conducía a una pequeña cueva. Con unos 15 metros de profundidad, 2 metros de alto y apenas medio metro de entrada, aquel era el lugar perfecto para él y sus tan apreciados momentos de soledad. Los días siguientes los pasó decorando su refugio: se llevó su mp3, varias latas de refresco y, sobre todo y con el mayor de los cuidados, se llevó su libro favorito (Carrie, de Stephen King) así como sus libretas y blocs de dibujo. El dibujo se le daba realmente mal, daba igual la técnica o el estilo que intentase, el resultado era siempre una nueva bola de papel. Pero lo que verdaderamente le gustaba era escribir. Siempre pensó que ser escritor era lo más parecido a jugar a ser dios; podía hacer lo que quisiera, con quien quisiera y tantas veces como le pareciera oportuno. Cuando escribía, las horas podían pasar tan veloces como el mejor de los autos. Escribía sobre personajes que perdían a sus padres de mil maneras imaginables. Sus personajes eran siempre adolescentes, de su misma edad, que luchaban por encontrar a un padre perdido. Tenía escritas más de cien historias. Todas carecían de final.
Aquella tarde estaba poco inspirado para la escritura y decidió buscar ideas paseando por el bosque. Era un bosque pequeño, de una hectárea aproximadamente, pero tan poco cuidado y limpio que ni las jóvenes parejas en busca de momentos íntimos paraban por allí. Las ardillas correteaban de pino en pino deteniéndose en ocasiones para observarle y comprobar que no parecía existir peligro. Las moscas y mosquitos que por allí danzaban, en cambio, se acercaban una y otra vez a saludarle. Apenas hubo caminado unas pocas decenas de metros, su cuerpo se detuvo en seco. Los músculos de todo su cuerpo se tensaron al unísono y sintió sus pupilas agrandarse tanto que hubiese jurado cubrirían por completo sus ojos. Las gotas de sangre caían por la piel de manera lenta, pero tan juntas, que parecía más un pañuelo rojo deslizándose cuello abajo. El corte fue tan cruelmente lento que pudo observar con toda claridad como el cuello iba abriéndose y separándose en dos tras el paso del cuchillo. En ese momento no sabría decir si la persona en cuestión era hombre o mujer, blanco o negro, alto o bajo. Su cuerpo estaba completamente petrificado a causa del inmenso miedo que sentía, pero su mente no. Su mente estaba tranquila, contemplando con curiosidad cómo se deslizaba la sangre y cómo empapaba el suelo de un hermoso rojo. Cuando el cuerpo cayó por completo al suelo, el asesino, que en todo momento se había percatado de su presencia, se acercó lentamente hasta llegar a situarse a pocos centímetros de él. Apenas era un adolescente como él, pero su cuerpo mostraba señales de haber vivido más experiencias de las debidas. Miró fijamente el cuchillo, no por miedo a ser apuñalado, sino porque le parecía lo más bonito que había visto nunca antes. Un cuchillo grande, con un mango de temática militar y un filo de más de veinte centímetros que se acercó hasta posarse sobre su garganta. Fue en ese momento cuando sus ojos se cruzaron por vez primera. Ninguno sentía miedo. Ninguno de los dos tenía el pulso acelerado. Ninguno de los dos quería salir corriendo de allí.
¿Qué se siente? preguntaron sus ojos, brillantes como los de un niño al abrir un enorme regalo de navidad. El asesino no contestó. No durante los siguientes diez minutos. Finalmente bajó el cuchillo, se lo puso al joven en la mano y, tras meterle algo en el bolsillo del pantalón, se alejó de allí. Él aún se quedó media hora larga contemplando el cadáver, no se acercó a verlo, pero tampoco quería irse de allí. Su cuerpo cedió al fin y le permitió darse la vuelta y alejarse de allí. No fue a su escondite. Se dirigió directamente a casa.